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viernes, 6 de diciembre de 2013

Rolihlahla

Nelson Mandela, Asociación Española de AficanistasPor José Ramón Trujillo.
Gigante, héroe excepcional, santo, ser de otro mundo, leyenda, mito... el diluvio de adjetivos que desata la muerte se vuelve una capa más pesada que la tierra en el caso del duelo por los hombres con un destino excepcional. Es el caso de Mandela, sobre cuyo obituario se han lanzado miles de políticos y periodistas, que en algunas ocasiones (a veces desde el más profundo desconocimiento) han simplificado hasta la caricatura una vida riquísima y el devenir de uno de los estados más complejos del mundo, la República de Sudáfrica.

Todo hombre encierra en sí muchos hombres. Una vida intensa de 95 años como la de Mandela vuelve más evidente esta verdad. En su interior convivieron el menor de 13 hijos de un jefe de un clan thembu en el bantustán de Transkei, el joven que huye para evitar un matrimonio arreglado, el voluntario nacional en jefe de la «Defiance» o desobediencia civil contra la segregación, el miembro del Comité Central del South African Communist Party, el padre que pierde a su hijo mayor, el individuo que resiste de prisión en prisión durante 27 años y que se gana su espacio y el respeto de los carceleros, el astuto negociador que había estudiado a su enemigo, el hombre de estado, el «madiva» retirado en Qunu y amargado por su situación familiar. Entre los muchos apelativos (Nelson, khulu, dalibhunga, Madiba, Tata, papa, etc.) que hablan de sus diferentes momentos, Mandela tuvo como nombre de cuna Rolihlahla (revoltoso). Así lo contó en su autobiografía Long Walk to Freedom (ahora llevada al cine): «Apart from life, a strong constitution, and an abiding connection to the Thembu royal house, the only thing my father bestowed upon me at birth was a name, Rolihlahla. In Xhosa, Rolihlahla literally means “pulling the branch of a tree,” but its colloquial meaning more accurately would be “troublemaker.” I do not believe that names are destiny or that my father somehow divined my future, but in later years, friends and relatives would ascribe to my birth name the many storms I have both caused and weathered». Junto con el nombre, heredó además el respeto xhosa por el valor de las leyes, la educación y la cortesía para con los demás.

Nelson Mandela boxeador, Asociación Española de AfricanistasLa sombra de Mandela es tan intensa que no deja lugar para otros nombres en la crónica. Nombres como los de Walter Sisulu y el resto de condenados en el proceso de Rivonia, los de Oliver Tambo, Anton Lembede, etc. Tampoco deja espacio para entender la evolución del African National Congress y los diferentes momentos del «movimiento de liberación nacional», observable desde antes incluso de 1912 y que permanece aún en pleno desarrollo. Mucho menos aún para el destacadísimo papel de las mujeres, artífices esenciales y sufridoras en primer plano de la violencia del país, cuya visibilización es una necesidad perentoria. El propio Mandela advirtió en varias ocasiones contra la simplificación: es un gran error y un problema añadido pensar que los cambios trascendentales realizados durante decenios los pudo llevar a cabo una sola persona. Advirtió además del valor de la educación que su generación recibió y que los llevó a tomar parte de los acontecimientos del país. En una ocasión como esta en que todo el mundo vuelve los ojos hacia África –no por razones humanitarias, sino por el ejemplo de uno de sus hijos–, se echa de menos un análisis profundo de la Rainbow Nation, de la lucha anti-apartheid, del terrible devenir colonial –que inventó entre otros horrores los campos de concentración étnicos–, y de los enormes retos económicos, sociales y sanitarios pendientes.

El hombre La veneración de millones de personas, identificadas con el icono, las exageraciones o simplificaciones de los que desconocen Sudáfrica y su historia, ocultan al individuo al mismo tiempo que entierran  la verdadera magnitud del liderazgo de Mandela, del valor plenamente humano de su resistencia y de su papel de «History maker». Quizá es John Carlin es quien mejor ha trazado la dimensión humana de Mandela: el revolucionario luchador con una visión de futuro, la persona generosa con otros hombres y el jefe del clan que sufre por su familia. Esta capacidad de resistencia en la tribulación, el apego a la visión tiene su mejor enunciación en «Invictus» (1875), el poema victoriano de William Ernest Henley, famoso gracias a la película de Eastwood sobre el mundial de rugby de 1995.

Invictus
Out of the night that covers me,
Black as the Pit from pole to pole,
I thank whatever gods may be
For my unconquerable soul. -
In the fell clutch of circumstance
I have not winced nor cried aloud.
Under the bludgeonings of chance
My head is bloody, but unbowed. -
Beyond this place of wrath and tears
Looms but the horror of the shade,
And yet the menace of the years
Finds, and shall find me, unafraid.
It matters not how strait the gate,
How charged with punishments the scroll,
I am the master of my fate;
I am the captain of my soul.

He aquí la síntesis de su fortaleza interior: «Sometido a los golpes del destino / mi cabeza está ensangrentada, pero erguida [...] sin miedo [...] soy el amo de mi destino». Es la virtud que lo identifica, junto con la cercanía y la humanidad en el trato personal, su ímpetu, su valentía y su astucia (Anthony Sampson dijo que era un «maestro de la imagen política»). Visión, determinación, inspiración. Virtudes que son el envés de su carácter vanidoso y de su tendencia al dandismo previos a la prisión; a los años terribles que lo alejaron del tiempo de la furia y lo convirtieron en un sabio estratega; los años que le sirvieron para preparse y para entender al enemigo: un gobierno sostenido por cuatro millones de blancos sometía a más de 25 millones de negros mediante más de 1.700 leyes y normativas que garantizaban un sistema de segregación y privilegios. En un país muy dividido étnicamente y con 11 idiomas, el partido anti-apartheid nunca llegó a disfrutar del 20% del voto y durante la mayor parte del tiempo mantuvo un único diputado.

El trabajo y el legado de Mandela es, antes que nada y después de cualquier otra consideración, el del liderazgo por los Derechos Humanos. La fortaleza individual que no se conforma con la situación de discriminación, que se revuelve contra lo establecido y se pone al servicio de los derechos más irrenunciables. Pero precisamente mantener la dignidad del individuo requiere reconocerla en todos los individuos, incluso en los enemigos y opositores. Es una vieja enseñanza de los años de boxeo de Mandela: «al adversario hay que derrotarlo, pero nunca humillarlo». Una enseñanza que le permitieron extender entre la población la confianza en que «todos compartimos una humanidad común y que nuestra diversidad en todo el mundo es la mayor fortaleza de nuestro futuro conjunto» (2002). Una enseñanza que le permitió también negociar durante años la salida del apartheid con hombres considerados monstruos (Niel Barnard, Kobie Coetsee), evitar el miedo de unos y de otros, y el horizonte de un previsible baño de sangre. Como otros logros, Mandela no lo consiguió solo. Por el contrario, consiguió implicar al país y conducirlo al debate de la reconciliación –este es uno de sus más grandes logros– mediante uno de los mecanismos más eficaces e interesantes de resolución de conflictos puesto en marcha en el siglo XX: la Truth and Reconciliation Commission (TRC, Comisión de la Verdad y de la Reconciliación de Sudáfrica).

Ubuntu. En 1994 el ANC de Mandela accede al poder con un 61% del voto, desplazando al Partido Nacional, que había gobernado el país desde 1948. En mayo de 1995, se puso en marcha la Promotion of National Unity and Reconciliation Amendment Act (Ley para la Promoción de la Unidad Nacional y la Reconciliación), que estableció la TRC. Compuesta por 17 miembros organizados en tres comités (de Amnistía, de Derechos Humanos, de Rehabilitación y Reparaciones), su investigación abarca desde la masacre de Sharpevile en marzo de 1960 diciembre de 1993, es decir, que excluía las violaciones de derechos durante el Apartheid. Desmond Tutu, arzobispo anglicano, fue el presidente de la TRC durante sus tres años de funcionamiento pleno (1996-1998). Su objetivo fue documentar las violaciones de derechos humanos («homicidio, secuestro, tortura o los maltratos graves infligidos a cualquier individuo»), emitir recomendaciones, especialmente sobre las reparaciones a las víctimas y conceder amnistías a individuos involucrados en el conflicto político.

Se prometió una amnistía, con condiciones, a quien confesara haber realizado violaciones de derechos humanos entre 1960 y 1993. Hasta 400 miembros del TRC trabajaron para dar audiencia pública en 80 comunidades del país (que se muestra en la película Country of my skull de Boorman). Testificaron 7.115 personas y 1.723 fueron amnistiadas. Más de 90.000 personas interpusieron una queja a la TRC por violación de derechos humanos, pero solo 22.000 de ellas fueron reconocidas como víctimas con derecho a reparaciones. Las víctimas han denunciado tanto la pobre indemnización por víctima (entre 2.000 y 30.000 rands) como los fondos totales del Comité de Rehabilitación y Reparaciones (unos 300 millones de rands) por ser muy escasos para la envergadura de las violaciones. Se ha mostrado especialmente activa en ello la principal asociación de víctimas, Khulumani, que ha cuestionado también el procedimiento seguido por la TRC, la impunidad de algunos criminales confesos y la estrecha complicidad de las multinacionales con el Apartheid. En febrero de 2001, el gobierno anunció que ampliaba el monto total en otros 500 millones de rands, pero en esa fecha apenas había indemnizado a unas 17.000 víctimas con menos de 48 millones de rands. La TRC concluyó su trabajo el 31 de diciembre de 2001 y pasó a la redacción de un informe de conclusiones y las recomendaciones en varios volúmenes.

A pesar de que el informe final y las recomendaciones no obtuvieron mucho reconocimiento ni apoyo político, el trabajo de la TRC permitió un debate imprescindible sobre la verdad, la memoria y la reconciliación. Una comisión de la verdad escucha los relatos de miles de víctimas, intenta determinar las violaciones cometidas y las causas sociales en que suceden, reparando en lo posible a las víctimas. Sin embargo, el relato de cada una de las partes, basado en percepciones muy diferentes del pasado, conducen a la confrontación y a la frustración y el rencor, si no se da curso a su expresión. Incluso reconociendo la violación sistemática de los derechos humanos y los crímenes de estado, buena parte de la población blanca sudafricana ha negado que se tratara de una política sistemática. El objetivo último de una comisión de este tipo es ayudar a la población a comprender el pasado –especialmente el que es negado o es problemático–, permitiendo una memoria histórica a las víctimas y las trazas de una narrativa colectiva de carácter fundacional que conduzca a una nueva situación política (deliberativa, cooperativa, consensuada, basada en derechos y en el reconocimiento mutuo) cuyos puntos de apoyo sean elementos tangibles (el perdón, el reconocimiento, la reparación) expresables con facilidad y que exijan un esfuerzo individual. La reconciliación no se cierra en un pacto, sino que es algo que se construye –o se destruye– progresivamente y con esfuerzo. Nace de la posibilidad de que las víctimas narren su historia, de que los victimarios reconozcan sus atrocidades y de que se facilite el perdón y la reparación. Como lo expresa su constitución, de tender un «un puente histórico entre el pasado de una  sociedad profundamente dividida y caracterizada por las luchas, conflictos, incalculable sufrimiento e injusticia y un futuro basado en el reconocimiento de los derechos humanos, la democracia, una coexistencia pacífica y el desarrollo de oportunidades para todos los sudafricanos, independientemente de su color, raza, clase, creencias o género».

Tolstói escribió que «Todas las familias felices se parecen entre sí; las infelices son desgraciadas en su propia manera»; del mismo modo, cada conflicto tiene características y dimensiones propias. Por ello no existen reglas internacionales claras para la constitución de las comisiones de la verdad, en contraste con los tribunales, y las expectativas son muy diferentes. En todo caso, suponen un importantísimo sistema de resolución de conflictos, a la vez que una de las piezas clave de la justicia transicional en estados que caminan hacia la democracia desde un trauma colectivo. En la actualidad existen más de treinta comisiones de la verdad, cuyo ejemplo señero sigue siendo la experiencia sudafricana, con todas las críticas que puedan hacérsele.

Antes de que escampe el chaparrón de superlativos de los obituarios, antes de que los medios y los políticos vuelvan a olvidar que África existe, ésta volverá a encontrarse con su dificilísima y compleja realidad cotidiana: con varios países en guerra o intervenidos, con una insalvable brecha económica entre las personas, con gravísimos conflictos por los recursos o entre religiones, con el recrudecimiento de la codicia neoimperialista; con la violencia social contra los más débiles, con varias pandemias. Sudáfrica viene de dos siglos de conflictos y apenas ha dado sus primeros pasos. La muerte de Mandela es la muerte del hombre, de los muchos hombres que vivieron en él, pero no es la de Rolihlahla, la del anhelo de revuelta frente la injusticia y la desigualdad, la del combatiente por el ideal. Es una oportunidad de revisitar y de compartir su devoción por la democracia, la igualdad y la educación en derechos de las personas. Pero lo es mucho más de conocer los mecanismos concretos y las estrategias colectivas que puso en marcha para construir una nueva realidad y a las que consiguió adherir a millones de personas en pos de un África mejor, gracias a un poderoso liderazgo democrático. En sus propias palabras, «nos encontramos en el amanecer de un siglo africano». Y es un amanecer que nos incluye a todos.

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